Microrrelato: El peregrino errante

El peregrino no dejó de andar, entre zarzales o por los senderos tortuosos. Alma ruda, manos gruesas y cubierto de telas viejas, los ojos surcados de insomnio y la memoria velada por las décadas. Perseguía el amanecer, tratando de rebañar las últimas gotas de luz. Era conocido por los nómadas, que inútilmente le ofrecían viandas. Sí aceptaba el agua de los pozos hondos, que los niños le tendían saliéndole al paso. Para todos era como un misterio que se esfumaba por las trochas.

No lo vieron yacer en Bet-El, cuando se desplomó. Y no sospecharon que habría alcanzado su destino: el peregrino, emergiendo de un letargo, se desperezaba de su armadura, que cayó como cera recalentada, y sumergió sus pieles en lágrimas dulces. Ese baño hizo gorgotear en él una inocencia que, hasta entonces, había permanecido como escondida en algún pliegue de sus ropajes.

Y se quedó esperando mucho tiempo, inmóvil, renovado, en un pasillo blanquísimo, mientras bebía su luz, con los párpados bien apretados. Y escuchaba unos pasos conocidos, que corrían hacia él.

Y se zambulló en el regazo con el que no había dejado de soñar una sola noche.

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